Aun sin querer, o queriendo demasiado, continuamos anclados en los estereotipos más vulgares de la homosexualidad masculina. Acudimos en masa al gimnasio, tonificamos músculos, bebemos batidos de proteínas y comemos pollo solo para sentirnos (homo)socialmente aceptados. Nos dejamos barba si lo que toca es la barba y nos rasuramos las piernas si lo que toca es rasurárselas. Nos quejamos de no tener dinero pero nos vamos diez días a Londres de vacaciones. Salimos los miércoles, jueves, viernes y domingos –sábados también, pero lo ocultamos– y no nos importa, ya que en nuestras profesionales liberales nos lo permiten. Y follamos, follamos siempre, sin parar y todo el rato. O eso decimos.
El sexo se ha convertido en nuestra principal obsesión. Acumulamos aplicaciones en nuestros teléfonos y saltamos de una a otra esperando encontrar el polvo de nuestra vida. Repasamos todas las fotos y comprobamos si aparece algún conocido por pura curiosidad. No respondemos a ningún mensaje porque creemos que no están a nuestra altura. Queremos unDavid Gandy y se lo hacemos saber. Nos molesta que la gente no sea directa pero, a la vez, nosotros tampoco lo somos. Les prometemos horas de sexo y tamaños genitales desproporcionados cuando, en realidad, no pensamos movernos del sofá. Y si alguien nos lo recrimina, le bloqueamos. Es que, en el fondo, lo que menos nos importa es terminar quedando con alguien.
El sexo, como los novios, ya no significa nada en sí mismo. Hemos llegado a un punto en que lo que no fotografiamos, lo que no dejamos por escrito, lo que no contamos en las redes sociales, no existe. Ya no disfrutamos las cosas cuando las hacemos, sino cuando manifestamos que las estamos haciendo. Y lo mismo ocurre con el sexo. No importa que mantengamos encuentros sexuales a diario, que hayamos encontrado un partenaire, o dos, o tres, que se acoplen perfectamente a lo que necesitamos y nos hagan disfrutar como nunca; si no lo manifestamos en público, no existe. Ahora los polvos se cuentan por grupos de cinco, duran horas y se practican incansablemente en tantos sitios que uno necesita un plano para poder localizarlos. El sexo se ha convertido en nuestra moneda de cambio, en el currículum que ofrecemos a los demás –aun sin haberlo pedido–, en la mejor imagen de nosotros mismos.
Y si queremos el sexo solo para contarlo y un novio únicamente para que nos prepare el desayuno, ¿para qué queremos el amor? ¿Para cambiar el estado civil en Facebook? ¿Para presumir de nuestra felicidad delante de nuestros seguidores? ¿Para hacernos selfis en compañía? ¿Hemos convertido el amor en una utopía inalcanzable? ¿En un tópico? ¿En una convención socialmente aceptable? ¿Dónde ha quedado el amor? O peor, ¿todavía existe el amor?
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